martes, mayo 28, 2013

Editorial: El espíritu de una ciudad textil

Postal pintada de Tomé cerca de 1920.
Por Nello Rolleri.

¿Tienen alma los pueblos? ¿Tiene alma un pueblo como Tomé? Se trata de avizorar si las comunidades que viven juntas en un lugar, digamos varias generaciones compartiendo nacimientos, juegos, infancias, escuelas, jardines, noviazgos, matrimonios, amistades, duelos y quebrantos, constituyen todas juntas una entidad con un alma propia.

Tal vez es una pregunta difícil para ciudades grandes y complejas, donde son muchos los espacios diversos en que se registra la vida cotidiana, en que el tamaño permite segregar a las familias en distintos barrios y en mundos, que aunque comparten un espacio geográfico, viven experiencias de vida esencialmente diferentes.

Tomé en cambio es pequeño. No es difícil adivinar la modesta aldea de pescadores que existía a orillas del mar a principios del siglo XIX. Esa que conoció un inglés asombrado por la destrucción que había causado un terremoto y maremoto en Talcahuano, que seguía con curiosidad incansable cada especie de pájaro, pez y animal que encontraba en esta terra incognita y que más tarde se haría universalmente famoso por su teoría del origen de las especies.

Una aldea costera en que todavía estaban muy nítidas las señales de un pasado de pescadores mapuches y en que los chilenos que levantaban sus casas en este pequeño valle, debían luchar en contra del barro y de una naturaleza que a cada momento parecía que los derrotaría definitivamente.

Tomé era todavía parte del “far west” de Chile, en momentos en que Concepción ya caminaba a paso firme a ser una ciudad hecha y derecha, con su iglesia catedral, sus palacios con portales en el centro, su nuevo teatro, donde paseaban las señoras elegantes y donde se comenzaban a llegar las noticias de los avances de la modernidad, traídos en barco desde Londres o París, directamente al puerto de Talcahuano.

Fue entonces que comenzaron a llegar, cada vez con más frecuencia, los veleros desde una zona desconocida del norte de Estados Unidos, de California, con gringos llenos de monedas de oro en los bolsillos, que estaban dispuestos a comprar todo el trigo, toda la harina y en general, todo lo que fuera comestible y que pudiera soportar el viaje de varias semanas por el Pacífico.

Los veleros y las monedas de oro acuñadas en Norteamérica sirvieron para construir molinos y para derribar todos los bosques que había en los montes cercanos a Tomé para sembrar trigo. Campos enteros se volvieron dorados, tan amarillos como la fiebre del oro que impulsaba a miles de hombres y familias enteras, incluso desde Chile, a buscar el metal amarillo que abundaba en California.

Así nació Tomé, con los molinos, la harina y la riqueza que iban sacándole a la tierra, pero que duró pocos años, porque desprovistas de los bosques que por miles de años habían crecido en esta Cordillera de la Costa, quedaron expuestas a la lluvia inclemente, al viento y a la erosión.

Y tal como comenzó la fiebre del oro, así también llegó un año en que los veleros dejaron de llegar y Tomé se quedó con sus molinos y su harina sin vender. En ese difícil trance fue que un comerciante norteamericano, avecindado aquí, estuvo dispuesto a cambiar sus sacos de harina por cualquier cosa que le pudieran ofrecer esos mercaderes que llegaban en barco. ¿Había telares y máquinas para hilar la lana de oveja a la venta? Fue entonces que pareció un buen trueque y esos artefactos se desembarcaron en Tomé, donde sin tiempo que perder, se comenzaron a fabricar telas de lana.

Los obreros que no habían conocido más que las máquinas simples de un molino, debieron enfrentarse a estos otros ingenios, que sin manuales de instrucciones ni diagramas, era necesario armar y poner a funcionar.

Y Tomé comenzó a producir telas, de tan buena calidad y confección, que no tenían nada que envidiar a aquellas que se traían desde Europa. Y los pedidos se multiplicaron y los ríos de tela se hicieron largos e interminables a orillas del estero Bellavista. Luego vinieron otros pedidos, de telas de colores azul, blanco y rojo, para los uniformes que debían vestir los soldados que pelearían en el norte. Y llegaron otros emigrantes, alemanes, italianos, ingleses, que aplicaron todo lo que habían aprendido en sus oscuras fábricas europeas para replicarlo aquí, en el sur de Chile.

Las cosas que pasaron en más de un siglo en Tomé fueron innumerables y difíciles de encontrar registro. Pero lo cierto es que la pequeña aldea se transformó en un pueblo y luego en una ciudad, con calles pavimentadas, casas ordenadas y barrios con jardines y paseos. Llegó el ferrocarril, los almacenes, las oficinas públicas, las boticas y los marcados, y todas las cosas que ocurrieron fueron acompañadas por esos incesantes ríos de tela que salieron sin cesar desde las fábricas tomecinas.

Y en esta belleza secreta eran cómplices desde el gerente alemán hasta la muchacha recién contratada que zurcía el último paño que salía de la fábrica. Todos sabían que por sus manos pasaba algo más complejo que los costales de harina que todavía salía desde Tomé o que el carbón mineral que se extraía en Dichato y Lirquén.

Ese espíritu, de amor por las cosas bien hechas, por la laboriosidad y la constancia, es lo que forma parte de la esencia de Tomé y que aún hoy, cuando las fábricas de la revolución industrial ya son parte del pasado, sigue perdurando en cada esquina y en cada rincón de nuestra ciudad.