domingo, septiembre 12, 2010


Centenario en Tomé

Por Rolando Saavedra.(*)

A través de las palabras, más que por imágenes, escasas y difusas, es posible
asomarnos para observar levemente al Tomé de hace cien años, que también
supo conmemorar, con exagerada modestia, la formación de la Primera Junta
Nacional de Gobierno. Ya para aquel entonces, Tomé ostentaba el título
de ciudad y se enorgullecía de tener hospital, teléfono, Liceo de Hombres
y dos periódicos: ”El Independiente” y “El Industrial” en cuyas páginas más
que dejar testimonio de noticias, daban cabida a publicaciones legales.

La “Sociedad Vinícola del Sur” adquiría y exportaba los mostos provenientes
del Maule y Ñuble, justificando un organizado gremio de toneleros que
reparaban y construían vasijas de las más variadas formas y tamaños,
tanto para trasladar como para acopiar los “caldos de Baco” de diferentes
denominaciones y calidades, tales como los tintos Pinot, Majuelo y Batuco,
los blancos Semillón y Riesling y los Oportos: Oro, Mercurio y Requer.

También los tomecinos consumían cerveza y bebidas de fantasía “Ginger Ale”
y “Aloja de Culén”, fabricadas por la empresa local de Guillermo Hinrichsen
Schoener, quien oficiaba de Alcalde y principal agente naviero del puerto,
encargado de realizar los trámites de exportación de harina, afrecho, vino,
aguardiente, charqui y cera de abeja, hacia los Estados Unidos, Inglaterra,
Alemania, Argentina y Perú.

Tomé sobrepasaba los seis mil habitantes y su población flotante aportaba
otros mil, especialmente en los meses veraniegos y otoñales, en que llegaba
la interminable procesión de carretíos, pletóricos de productos agrícolas y
vitivinícolas de las provincias del norte.

Pero no todo era color de rosas y claveles, existían problemas habitacionales y
de salubridad derivados del hacinamiento y falta de higiene en los cuartuchos
y conventillos, teniendo como consecuencia epidemias de pediculosis
y escabiosis, que en buen chileno se traducen como piojos y sarna. En
verano, las enfermedades gastrointestinales y en invierno las respiratorias,
especialmente la tos ferina conocida vulgarmente como tos convulsiva
o coqueluche, provocaban una alta mortalidad infantil, que justificaban
durante todo el año la existencia de “velorios de angelitos”. La inexistencia
de alcantarillado y la presencia de gallineros y chiqueros, aseguraba una
sobreabundancia de moscas y otras plagas, que obsequiaban hedores,
especialmente en verano.

La Fontana de Tritones, instalada en el centro del cuarto de manzana donado
por don Juan Ferrer, lucía su francesa estructura en la Plaza, que gracias
a los aportes financieros y en especies de los “vecinos más acomodados”,
fue dotada de asientos, plantas y árboles ornamentales y un kiosco para la
retreta. De esa forma se transformó en el principal paseo público dominical,
desplazando al sector del puerto y explanada como lugar de encuentro social y
esparcimiento.

La blanca Iglesia Parroquial de Nuestra Señora de la Candelaria, paralela a
calle Villarreal, daba la espalda a calle Egaña. Su campanario, provisto de
balcón y reloj, no solamente llamaba a la feligresía, sino que también regulaba

las rutinas cotidianas, especialmente a quienes no tenían el privilegio de poseer
un reloj de bolsillo o pulsera y que en los días nublados o de lluvia no podían
calcular el tiempo con las sombras que otorgaba el sol.

En los barrios populares, tímidamente, comenzaba a instalarse la fe
evangélica, especialmente en las mujeres, que veían en ella, un medio
de “salvar a sus hombres del alcoholismo”, en tiempos en que aún no se usaba
el concepto “cirrosis” y los certificados de defunción se limitaban a consignar la
palabra “alcoholizado”.

Las obras del tendido ferroviario avanzaban con lentitud. Se trabajaba en el
peligroso y arduo objetivo de cortar el cerro paralelo a la costa, que como
acantilado impedía comunicar en forma directa y por vía terrestre a Tomé
con Quichiutu (“otra aldea” en mapudungun) y Bellavista. En esos años,
solamente en bajamar se podía pasar caminando sobre las rocas. Cuando
las condiciones del tiempo y el oleaje lo permitían, “hombres buenos para la
pala” cubrían de arena los roqueríos, permitiendo el paso de carretas, previo
pago. Por esa razón, si se quería viajar a Concepción u otros puntos del sur, lo
más práctico y seguro, era cruzar la bahía en unos de los tantos y pintorescos
vaporcitos que se denominaban “Gaviota”, “Collén” y “Esmeralda”, llegar a
Talcahuano y desde allí continuar viaje en diligencias jaladas por dos o más
caballos. En verano se usaban las populares “Cabritas” tiradas por un caballar.

El Molino California de los Aninat, con doscientos operarios, funcionaba a todo
dar. Su “ferrocarril aéreo y alámbrico” que pasaba por sobre el cerro La Pampa,
seguía causando admiración en nativos y foráneos, por su sorprendente
tecnología para la época, que permitía transportar con rapidez y eficiencia
hacia su propio muelle, quintales de harina, afrecho y afrechillo, destinados a
diferentes puntos del país y el extranjero.

En 1910, aún no había llegado la electricidad. Las familias más pudientes
iluminaban sus hogares con gas de carburo o acetileno, mientras la gran
mayoría usaba velas o chonchones. La cocción de alimentos se seguía
realizando preferentemente en olletas de fierro colgadas o apoyadas sobre el
fogón o “poyo”. Dos días tenían menú establecido: lunes consumo de lentejas
para fortalecer el cuerpo para toda la semana y viernes pescado o caldillo de
mariscos, sagrada manifestación de respeto, en memoria de la muerte de
Cristo.

Las carretas que se dirigían a Penco o Concepción, seguían transitando por
Cerro Alegre, que originalmente se llamaba Adencul (hierbas bonitas), bajaban
por el Este al valle de Bellavista y de ahí tomaban la Cuesta de Caracoles, la
que en los meses invernales quedaba intransitable.

La Fábrica de Paños Bellavista, cuyo personal en su mayoría residía en el
mismo sector, entonaba a diario su himno textil, exhalando telas de prestigio,
en virtud de su calidad. La bodega de vinos “El Morro” daba un mejor
nombre al Cerro Mocho, y ese nombre del otero serviría años más tarde
para denominar el Balneario del personal de la Caja Nacional de Ahorros,

Y llegó el domingo 18 septiembre de 1910. Los más inspirados oradores
hicieron homenajes en sus respectivas instituciones y Plaza de Armas. La
bandera más grande que fue posible confeccionar, se izó en el cerro de
La Cruz, entre Egaña, Nogueira y Sotomayor. Autoridades y personajes

principales se dieron un festín gastronómico en el Club Social, en cambio
la “gente popular” se fue a Collén, prestigiado lugar que acogía a los carreteros
provenientes del interior. Allí estaban las mejores y renombradas cocinerías,
con sus especialidades de comida criolla: cazuelas, estofados, ajiacos,
carbonadas y empanadas, acompañadas de ajíes, pan amasado, tortillas al
rescoldo o catutos. Las ramadas del centenario se establecieron allí con la
venia de las autoridades, que de esa forma no vieron alterada su “sagrada
tranquilidad”, con la alegría desbordante y vocinglera del populacho.

La auténtica celebración del Centenario en Tomé, fue en Collén, en donde sin
grandes formalidades estuvo asegurada la alegría y el baile, con las mejores
cantoras y versados payadores, en una época en que las manifestaciones
patrióticas aún no tenían color ni sabor a plástico y la música no era envasada
ni extranjera. Así los tomecinos dijeron ¡Viva Chile! ¡Viva el Centenario! Y por
supuesto que varias veces ¡Salud!

Del Centenario, sólo nos quedan palabras escritas, algunas instituciones que
sobreviven al culto del individualismo y el mismo territorio de nuestros(as)
tatarabuelos(as), quienes nos dejaron senderos suficientes
y caminos
necesarios, para que nuestro transitar por la vida, fuera menos dificultoso que
el de ellos. Nuestra gratitud sincera, a esos hombres y mujeres anónimos, que
también hicieron patria y no merecen las medallas del olvido. Porque ellos
existieron, nosotros existimos en este puerto a la esperanza. ¡Gracias y salud!


* Profesor e Historiador de Tomé. 12 de septiembre de 2010.