Un museo de cachureos
Siempre me pareció "raro" el Museo de Hualpén, un amontonamiento de cosas sin ton ni son. Sin embargo, desde el colegio, tuve que tragarme los discursos del "patrimonio histórico" de la ciudad y de las cosas maravillosas y valiosas que habían aquí. Al leer al crítico de arte Justo Pastor Mellado me doy cuenta que mis intuiciones no estaban tan equivocadas.
Justo Pastor Mellado
Viaje y Reparación (1)
autor Justo Pastor Mellado
Thursday, 03 de March de 2005
En el imaginario penquista el Museo Hualpén ha sido un fondo de referencia ineludible, que explica en parte nuestra sujeción simbólica a las inquietantes ensoñaciones vinculadas a la topografía de una desembocadura como esa.
La casa de don Pedro del Río Zañartu fue edificada para tener un vista sobre la ciudad (hacia la izquierda) y otra sobre la desembocadura del Bio-Bio (a la derecha). Era este emplazamiento un atributo de poder sobre la política y la naturaleza, puesto que a sus pies había diseñado un parque “a la chilena”, solo con especies criollas. En la misma época, doña Isidora Goyenechea se había hecho diseñar por un experto inglés, los jardines del Parque de Lota. Mientras don Pedro del Río se establecía como un notable regional, empresario avanzado en la economía regional, articulador de los primeros mitos de desarrollo local, el Parque de Lota se verifica como un enclave, producto de la ensoñación ordenadoramente decorativa de quien debía hacer el trabajo de la compensación pública. La mina está ordenada en estratos, pero sobre la superficie, el Parque satisface la representación de una construcción que localiza el ocio en la primera franja de visibilidad, dejando al Chiflón del Diablo como un remedo literario. Me refiero a los efectos de reconstrucción del imaginario que hoy día mismo, ambas instalaciones siguen ejerciendo en la memoria local.
Pero regreso, por ahora, a don Pedro del Río, que era un hombre de negocios cuya sola historia como empresario debiera ser objeto de mayor estudio, sin desmerecer, por cierto, lo que se ha escrito sobre su biografía. Pienso en la necesidad de organizar una historia del empresariado penquista en los albores del siglo XX, en lo que significa la apertura de un espacio de desarrollo local que tiene lugar en el momento de pleno funcionamiento de las minas de Lota. Necesidad, simplemente, de buscar indicios de desarrollo local en competencia con enclaves tecnológicos que permitieron la constitución de un modo específico de conciencia laboral. Lo que me importa, por el momento, Es un momento biográfico duro en la historia de don Pedro del Río: el fallecimiento de su esposa y de su hija, a manos de la difteria. El hombre quedó en tal estado de tristeza que emprendió un viaje alrededor del mundo para trabajar su duelo.
De hecho, realizó varios viajes. Pero en concreto, en cada sitio que visitaba, adquiría un objeto. Es así como llenó sus baúles de muñecas bolivianas, zapatos chinos, babuchas turcas, dagas malayas, máscaras amazónicas, sombreros, bastones, piezas de arte popular, joyas, tonteritas, hasta una armadura veneciana del siglo XV, un traje de samurai, ¡y una pequeña momia egipcia! Todo eso, lo trajo a Concepción, lo instaló en su casa y lo donó a la ciudad. La ciudad se hizo cargo y armó este museo. Resulta necesario, hoy día, rehacer la historia de esta institucionalización, porque señala un marco para la reconstrucción de las fuentes de la historia local. Otra tarea. Pero lo que debe ser retenido, por el momento, Es el hecho de que este señor, aristócrata regional, se construye algo así como su propio “gabinete de curiosidades”. Siempre me ha sorprendido la ausencia de fotografías del viaje. Es probable que existan. Pero no las he visto. Lo que me sugiere la siguiente idea: ¿para qué iba a fotografiarse en esos lugares, si ya tenía en su poder objetos que señalaban la prueba de su paso? Pero hay otra cosa: fotografiarse solo era una prueba de la ausencia de su mujer y de su hija. Adquirir objetos implicaba hacerse de un objeto reparatorio, probablemente. Quizás esa sea la razón de nuestra fascinación infantil por esa colección; saber que es el producto de un duelo.
La última vez que visité el Museo Hualpén fue en enero del 2002. De regreso a Santiago, en plena carretera, en una estación de servicio cercana a Los Angeles, encontré a un ciclista, completamente varado. No era un ciclista cualquiera. El vehículo tenía alforjas delanteras y traseras. Era un ciclista de fondo. No era un ciclo-turista. Estaba vestido con una camisa y con pantalones de carabinero, dados de baja, muy bien conservados. O sea, presentaban cuidadosos remiendos. Llevaba puesta una gorra deportiva con insignias de diversos origen. Era un hombre delgado, moreno, la piel curtida. Pero estaba varado. En el suelo, había ordenado los restos del piñón y tenía la rueda trasera desarmada.
De inmediato, por complicidad ciclista, entablé conversación con el hombre. Había recorrido el país como unas cuatro veces. Vivía en la ruta. Vivía para pedalear. Dormía en comisarías. No molestaba a nadie. Solo pedaleaba. Hacía algunos trabajos para comer y seguía en la ruta. No era un indigente, sino un rutero de fondo que se había perdido en el pedalear. Era un “principe” del camino. Esperaba, en esa estación de servicio, a un tipo que lo llevaría en camión hasta un pueblo cercano donde conocía a alguien que le repararía la bicicleta, porque debía seguir su camino en los próximos días, para asistir a las festividades del aniversario de la Comuna de Lota.
Como decía: llevaba toda sus pertenencias en las alforjas. Sobre una de ellas, advertí un álbum de fotografías. Le pedí autorización para hojearlo. Eran sus pruebas. Efectivamente, había fotos suyas pedaleando en medio de una ruta cubierta por la nieve, en Puerto Williams, como también, parado junto a su bicicleta, en un paisaje andino, cercano a Putre. Hasta que entre las páginas del álbum encontré un trozo de periódico local, en que se le hacía una crónica. El hombre había perdido a su esposa y a su hija en un accidente automovilístico, en las cercanías de Lota, hacía como diez años. El hombre, para hacer su trabajo de duelo, ¡emprendió un viaje!
Don Pedro del Río y el hombre del camino iniciaron un viaje para realizar su trabajo de duelo. Uno lo hizo en barco y en tren, el otro, en bicicleta. El primero regresó trayendo objetos de prueba y de reparación, depositándolos en un espacio para el goce de la comunidad; el segundo se transporta consigo como prueba,llevando sus propias pertenencias en un receptáculo adaptado a su resistencia corporal. El primero no se tomó fotos y trajo objetos; el segundo no tiene objetos y se saca fotos en el camino. El primero se re-estableció y se volvió a casar; el segundo sigue dando vueltas y es soltero. Ambos perdieron a su esposa e hija en una zona cercana a Lota. La pérdida y el viaje los hace cercanos, pero la reparación los separa. Uno se repara, porque tenía casa, mientras el otro permanece en la irreparabilidad, reproduciendo las condiciones de falta de casa. Porque no tiene donde llegar (en términos simbólicos), pedalea y recorre el país, poniéndose razonablemente al margen, sin molestar a nadie, viviendo de una especie de caridad institucional. Todo en él funciona en una escala de economía extremadamente reducida. Solo viaja con lo básico para su propia mantención en ruta.
Don Pedro del Río se ha establecido en la memoria local y su estrategia de adquisición lo delata como un hombre que carecía de lo que, en esa época, podría haber sido “buen gusto”. Era un notable provincial al que le faltaba el roce mundano que caracterizó a los latifundistas de la zona central. Si bien, el mobiliario de su casa denota un gran sentido del habitar, aunque eso se lo podemos atribuir al encanto de su segunda esposa, doña Carmen Urrejola. Creo haber percibido entre los objetos, un cierto número de cosas contrahechas, de esas que se adquieren en mercados populares de todo el mundo. Sea lo que sea, hasta lo más falso, tiene más de cien años. O sea, tienen un siglo dispuestos en vitrina.
En el comienzo del siglo XXI, el ciclista de fondo está más cercano al campo del arte contemporáneo, mientras que don Pedro del Río permanece en las artes populares. De hecho, la casa-museo Hualpén alberga, desde fines de los años 50´s, un museo de artes populares.
En enero del 2002, la Universidad de Concepción realizó un pequeño debate sobre arte contemporáneo. Uno de los invitados era Mario Toral, que ya había iniciado su campaña para el premio nacional. Punto: el debate había dejado de ser contemporáneo, en el momento previo a su desarrollo. El discurso de Toral hacía caso omiso de la historia penquista pesada en el tema. Se puede pensar lo que se quiera del desarrollo de la pintura penquista, pero no puede Toral llegar a plantearse con un discurso que la ancla a una problemática anterior al momento de su propia reproducción académica. La invitación a Toral por las autoridades, desconocía la especificidad de la propia escena “originaria” de la pintura penquista. No podía, un artista que logró instalar su pintura en una estación del Metro de Santiago, lo que no es ninguna garantía, después de haber hecho unos cuantos chistes de mal gusto sobre la Capilla Sixtina, venir a Concepción, la ciudad del muralismo chileno, a sostener un discurso que la propia posición de Julio Escámez en 1957 ya había superado. De seguro, Toral hizo una donación a la universidad. Eso no justifica la tribuna para reproducir un discurso fuera de escena, que atentaba contra la propia historia de la plástica penquista.
Haré una sola pregunta, para situar históricamente la cuestión: ¿qué hacía Toral en 1957? ¿Cuál era su relación de obra con esta región? Desde estas preguntas, se plantea una tercera: ¿en el curso de qué política, Toral se instala como referente del muralismo actual, desconociendo las estructuras formales del muralismo que lo precedía? En términos estrictos, por su carácter narrativo, el muralismo actal de Toral, que en el fondo no es más que panelería de tela sobre bastidor, no reconoce su deuda formal con el muralismo de De la Fuente y de Escámez. Y Toral señala en su discurso del 2002, en Concepción, que el muralismo es la forma más avanzada de arte público, como si entre 1957 y el 2002 no hubiese pasado agua bajo los puentes. Por mencionar, ni más ni menos, que el mural de la Pinacoteca. Y sobre todo, el mural de “historia de Chile” pintado por las BRP en los muros del borde del Mapocho, para el cincuentenario del partido comunista. ¿No tendremos que pensar en un necesario adelgazamiento de referentes históricos que sobre determinan la narratividad del mural de Toral en el Metro? De súbito, apoyado por el empresariado, Toral se levanta en alternativa narratoria de la omisión de la historia.
Incluso, él mismo termina siendo objeto de las contradicciones de su grupo de habilitación, en la medida que una comisión especial organizada por sus “mandantes” para la obra, le censura las imágenes relativas al bombardeo a La Moneda. ¿O no es efectivo? Para seguir en carrera, aceptó la objeción y se hizo cómplice de la banalización del relato. Esto solo constituye un caso para analizar en un coloquio sobre arte y política.
El propio coloquio de Concepción, en enero del 2002, se expone a ser convertido en un indicio de las fallas institucionales de lectura de la coyuntura de productividad de una escena local. Eso quiere decir que el análisis que realiza acerca de la historia de su constitución como escena ha sido insuficiente, teniendo a la mano, dos acontecimientos que por su carácter modélico, nos arrojan excepcionales enseñanzas formales: don Pedro del Río y el ciclista de fondo, unidos por el duelo.
enero 2004